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EL SEÑOR DE TRAJE AZUL

    Era un tipo contundentemente silencioso, al que nunca se le conoció familia, y del que sólo se sabía que ocupaba un apartamento en la planta baja del boque 45. Se le veía de lunes a lunes, a las 6:30 de la mañana, embutido en invariable traje azul, y lavado en el agua lustral de Vetiver de Guerlain . A esa hora escrupulosa, bajaba hacia la avenida, y luego subía puntual a las seis de la tarde, mucho más lentamente y con los ojos encendidos en el resplandor de sus pensamientos. Nunca alternaba con nadie. Así que toda información sobre su vida se componía de sospechas y especulaciones: que trabajaba en un organismo de seguridad del estado, que era profesor universitario, que a su mujer y a su hija los perdió en un accidente, y hasta que era gay y su novio lo visitaba al amparo de las madrugadas. Lo cierto es que todas esas conjeturas encontraron un punto de inflexión el domingo soleado en que apareció tirado en la acera, yerto y con el aire triste de los muertos de nadie. El...

EL NIÑO Y LA MUERTE

   A mí de niño la muerte no me impresionaba. De hecho, me gustaba ir a los funerales. Me parecían eventos muy amables y entretenidos, y no sólo porque ofrecían chocolate, galletas y caldo de pollo. Yo los veía también como fiestas de reencuentro y de perdón, en donde el difunto fungía silenciosamente de anfitrión y buen oficiante, para que se reprodujeran los abrazos del cariño renacido, y las antiguas ofensas quedaran sepultadas con la mediación de la muerte. La más memorable de esas exequias, por dos situaciones que ocurrieron en la misma, fue la del papá de una familia a la que, por ser todos bajitos, llamaban los Chipilines. Al final del velatorio, que se celebró en un apartamento, metieron el ataúd en el ascensor (en posición vertical) y, tras recibirlo en el primer piso, todos acompañamos al señor Chipilín en su viaje al cementerio. Una vez allá, la señora Chipilina quiso que le destaparan la portezuela superior del féretro para ver por última vez a su esposo. Entonces ...

MONSIEUR LOCUÁ

    De él se supo que fue militante de izquierda, que se tituló en Filosofía, y que estuvo a horas de casarse con Margarita Rueda, la adinerada condiscípula con la que compartió por primera y última vez el desorden lírico de los instintos. Algo le ocurrió que, de un día para otro, lo encadenó para siempre en la obsesión del materialismo histórico. Empezó a hablar solo, a caminar sin tregua, y a repetir hasta el desmayo el análisis dialéctico del mundo (lo único que escapaba a su escrutinio eran los perros, porque ni Marx ni nadie pudo nunca descifrar la hostilidad atávica de los perros con los locos). Entonces se asoció con Comiquita, un bobo de nadie que practicaba la habilidad prodigiosa de amansar a los cuzcos más feroces. Fue el inicio de una “alianza estratégica”, según la cual el loco conseguía alimentación para los dos y el bobo libraba a éste de sus acosadores ancestrales. En realidad, Monsieur guardaba en mientes un objetivo crucial: la mansión del barrio rico, cuyos ...

LA DOCTORCITA

   En la Sala de Cuarentena de aquella clínica, el cuerpo médico era un acervo de especialistas en recetar nuevas penalidades a los pacientes, de suyo agobiados por la incertidumbre de su salud. Ocultos en la aprensión de sus guantes, máscaras y tapabocas (para mantenerse a salvo del extraño mal pandémico que estaban atendiendo), los doctores censuraban las quejas de los adoloridos, y lastimaban con la brutal sinceridad de su escepticismo a los que preguntaban por su salvación. Menos La doctorcita. Ella era un remanso de dulzura y condescendencia. Siempre escuchaba, siempre prometía la vida, y jamás tenía reparos en prodigar el contacto físico de su cariño. Lo que sí notaban todos, es que lo hacía sin ninguna de las protecciones que normalmente usaban los otros doctores. Cuando el jefe de la sala (el más áspero de todo el equipo) escuchó sobre la joven internista que aliviaba con abrazos y besos en la frente a los hospitalizados, recordó sin querer el caso que le contaron de u...

NORMALITA

    El comisario Raúl Gastón padece la amargura de una culpa inexcusable. Se llama Angélica, y es la niña que le compró a una enfermera para satisfacer los deseos de maternidad de la dama infértil con la que se casó. Desde entonces lo acompaña una mala suerte proverbial que comenzó cuando la esposa se le fue y lo dejó con la bebé. Pero, como siempre hay un roto para un descosido, otra fémina viene en su auxilio: Norma Linares Talavera, (Normalita para los amigos), una arrebatada periodista de la radio, que le salvó la vida a la pequeña, cuando estrelló su carro contra el bus que la iba a atropellar. Raúl se deslumbra al saber que este ángel alocado es el ancla de “Lo justo y lo correcto”, espacio de éxito en el que Normalita defiende los derechos femeninos desde una óptica muy particular. “Mi esposo me azota con su cinturón, ¿qué hago?”, le preguntan, y su respuesta es pronta: “Lo justo es que usted le meta el cinturón por el trasero, pero lo correcto es que lo denuncie con lo...

LA NIÑA CANDELA

   En el Colegio San José todos hablan de la Niña Candela, de su cuerpo perfecto, del rostro siempre oculto bajo el cabello de lluvia, y de la saña con que simula el coito y se relame en el orgasmo. Los varones la sueñan con urgencia. Las hembras crepitan de envidia. Lo que nadie sabe es que esa youtuber, responsable de la erección que azota a la ciudad, se enmascara en la figura de Santa Isabel, una descolorida estudiante de Administración de Empresas, que todos los días inserta mensajes cristianos en el grupo Whatsapp de su curso, al tiempo en que alimenta el disfrute clandestino de una lujuria impenitente. Su doble vida transcurre sin sobresaltos hasta que conoce a Alexis. En él todo es angustiosamente bello: su rostro de sultán melancólico, la virilidad de su silencio. Pero lo que la mata es su indiferencia con las mujeres. Lo último que quiere pensar es que sea gay: no hay gestos quebradizos en Alexis, ni vuelos oblicuos en su voz. Un día ella lo aborda en un salón vacío....

VARÓN PARA QUERERTE

   Al frente de su tiendita playera, Atanasio desborda simpatía con las damas que escogen un vestido de baño o un bronceador. Luego, frente a sus amigos presume de las aventuras que, a sus 55 años, “inevitablemente” tiene, por cuenta de una virilidad desconcertante hasta para sí mismo. Pero, apenas cierra el negocio, se desvela su autoestima abolida por la mujer con la que se casó hace dos décadas: Lucrecia, la verdadera dueña del establecimiento, un ser malvado y lúgubre, que no pierde ocasión de echarle en cara su condición de mantenido. Atanasio la escucha y se pregunta: “¿por qué no me he ido con una mujer de verdad, y a vivir una vida de verdad?” Y muy pronto concluye: no se ha ido porque no tiene un ladrillo en que sentarse. Así que sus días comienzan con el tipo ocurrente y expansivo de la tienda, y terminan con el viejo triste, sometido por la esposa, y encarcelado en su propia desidia. En ese vaivén lo sorprende una revelación. Se llama Paloma, una muchacha de 25, que...