EL SEÑOR DE TRAJE AZUL
Era un tipo contundentemente silencioso, al que nunca se le conoció familia, y del que sólo se sabía que ocupaba un apartamento en la planta baja del boque 45. Se le veía de lunes a lunes, a las 6:30 de la mañana, embutido en invariable traje azul, y lavado en el agua lustral de Vetiver de Guerlain. A esa hora escrupulosa, bajaba hacia la avenida, y luego subía puntual a las seis de la tarde, mucho más lentamente y con los ojos encendidos en el resplandor de sus pensamientos. Nunca alternaba con nadie. Así que toda información sobre su vida se componía de sospechas y especulaciones: que trabajaba en un organismo de seguridad del estado, que era profesor universitario, que a su mujer y a su hija los perdió en un accidente, y hasta que era gay y su novio lo visitaba al amparo de las madrugadas. Lo cierto es que todas esas conjeturas encontraron un punto de inflexión el domingo soleado en que apareció tirado en la acera, yerto y con el aire triste de los muertos de nadie. El barrio se estremeció, pronto se regaron los rumores y los rostros asumieron el peso lúgubre de la tragedia. Reunida en torno a sus escombros, estaba la gente suponiendo que probablemente fue el mismo gobierno que lo sacó del juego porque sabía demasiado, o infiriendo su suicidio por no aguantar más la soledad que le quedó al perder a su familia, o coligiendo que fue su amante, que lo envenenó. Los más sensatos teorizaron sobre un infarto originado en la depresión de su sueldo de hambre como profesor. Y sólo uno entre los viandantes esquivó el tono dramático de los demás para decir: “no, chico, ese tipo lo que está es borracho”. A lo que el hombre reaccionó, abriendo un poco los ojos para mirar con encono al que acababa de hablar: “¡sapo!”, le dijo, y empezó a resucitar lentamente hasta incorporarse del todo y marcharse, serio, con su misma estampa silenciosa y azul, y lavado con el agua lustral de Vetiver de Guerlain.
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