EL NIÑO Y LA MUERTE

   A mí de niño la muerte no me impresionaba. De hecho, me gustaba ir a los funerales. Me parecían eventos muy amables y entretenidos, y no sólo porque ofrecían chocolate, galletas y caldo de pollo. Yo los veía también como fiestas de reencuentro y de perdón, en donde el difunto fungía silenciosamente de anfitrión y buen oficiante, para que se reprodujeran los abrazos del cariño renacido, y las antiguas ofensas quedaran sepultadas con la mediación de la muerte. La más memorable de esas exequias, por dos situaciones que ocurrieron en la misma, fue la del papá de una familia a la que, por ser todos bajitos, llamaban los Chipilines. Al final del velatorio, que se celebró en un apartamento, metieron el ataúd en el ascensor (en posición vertical) y, tras recibirlo en el primer piso, todos acompañamos al señor Chipilín en su viaje al cementerio. Una vez allá, la señora Chipilina quiso que le destaparan la portezuela superior del féretro para ver por última vez a su esposo. Entonces cundió el pánico. Ahí no estaba el Sr. Chipilín, y nadie tenía una explicación para semejante absurdo. Uno de los sepultureros fue quien tuvo la suficiente lucidez para descifrar el enigma. Al señor Chipilín lo pusieron en una urna mucho más grande que él, y cuando la introdujeron al ascensor, su cuerpo se rodó hacia abajo y por eso no se veía su rostro bajo el vidrio. Dos sacudidas al cajón fueron suficientes para que el señor Chipilín volviera a su lugar y se restableciera la sensatez. Pero en ese momento se inició el verdadero final triste de esta historia, cuando me fui a descansar al carro que nos había llevado, y alguien batió la puerta contra mi meñique desprevenido. Salí llorando a buscar a mi mamá, y entonces advertí con indignación cómo todos me miraban rotos de dolor, pensando que mi llanto era por el difunto, al que apenas conocí, y como si no fuera un motivo mucho más legítimo y entrañable mi dedito machucado.