LA DOCTORCITA
En la Sala de Cuarentena de aquella clínica, el cuerpo médico era un acervo de especialistas en recetar nuevas penalidades a los pacientes, de suyo agobiados por la incertidumbre de su salud. Ocultos en la aprensión de sus guantes, máscaras y tapabocas (para mantenerse a salvo del extraño mal pandémico que estaban atendiendo), los doctores censuraban las quejas de los adoloridos, y lastimaban con la brutal sinceridad de su escepticismo a los que preguntaban por su salvación. Menos La doctorcita. Ella era un remanso de dulzura y condescendencia. Siempre escuchaba, siempre prometía la vida, y jamás tenía reparos en prodigar el contacto físico de su cariño. Lo que sí notaban todos, es que lo hacía sin ninguna de las protecciones que normalmente usaban los otros doctores. Cuando el jefe de la sala (el más áspero de todo el equipo) escuchó sobre la joven internista que aliviaba con abrazos y besos en la frente a los hospitalizados, recordó sin querer el caso que le contaron de una muchacha, también azucarada y querendona, que hace dos años, recién egresando de la Facultad de Medicina, murió allí mismo en el cumplimiento de su deber. Pero el doctor prefirió imaginar algún proceso alucinatorio, producto del estado de gravedad del anciano que le hizo el comentario. Así que se dio media vuelta, desdeñoso, para irse. Y entonces la vio: estaba ahí, sonreída y meliflua, como la describió el viejito, y a cara limpia, desafiando todo riesgo de contagio. El doctor se desarticuló en un largo reproche, y le exigió respeto por los protocolos de bioseguridad. “¿Es que ni siquiera teme contaminarse?, ¿no le da miedo morirse?”, le terminó espetando. A lo que la joven, con reposada sinceridad, le respondió: “No”. Y luego, sin perder la pulcritud de sus ademanes, aclaro: “Bueno…cuando estaba viva sí”. Y sonrió, para luego perderse por la puerta de salida.
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