MONSIEUR LOCUÁ
De él se supo que fue militante de izquierda, que se tituló en Filosofía, y que estuvo a horas de casarse con Margarita Rueda, la adinerada condiscípula con la que compartió por primera y última vez el desorden lírico de los instintos. Algo le ocurrió que, de un día para otro, lo encadenó para siempre en la obsesión del materialismo histórico. Empezó a hablar solo, a caminar sin tregua, y a repetir hasta el desmayo el análisis dialéctico del mundo (lo único que escapaba a su escrutinio eran los perros, porque ni Marx ni nadie pudo nunca descifrar la hostilidad atávica de los perros con los locos). Entonces se asoció con Comiquita, un bobo de nadie que practicaba la habilidad prodigiosa de amansar a los cuzcos más feroces. Fue el inicio de una “alianza estratégica”, según la cual el loco conseguía alimentación para los dos y el bobo libraba a éste de sus acosadores ancestrales. En realidad, Monsieur guardaba en mientes un objetivo crucial: la mansión del barrio rico, cuyos dueños se ausentaban periódicamente, dejando al resguardo de cuatro mastines italianos una rica variedad de manjares y de vinos, amén de la alberca y cuatro salas de baño, a los que Monsieur Locuá soñaba con acceder (aun cuando los criticaba por considerarlos “desviaciones propias de la cultura burguesa”, “¿cuántos baños necesita un solo culo?”, discurría). El ingreso fue fácil. Antes de que franquearan la reja, ya Comiquita había rendido a los perros y jugueteaba con ellos. Después vino el domingo de Cabernet con queso Cheddar al pie de la piscina, y el uso a placer de los lúcidos retretes. Pero los propietarios regresaron de manera imprevista, y el hombre, que no consideró la tentativa de un arreglo pacífico, descargó sin piedad su Colt 45 sobre los vagabundos. Comiquita escapó. Monsieur, que ya no tenía consigo al amansador de perros, debió correr herido hacia una alcoba. El reporte policial omitió que los intrusos no tomaron nada de valor. Sólo una foto de la señora que Monsieur guardó en el bolsillo de su saco, después de escribir sobre la misma: “queda expropiado tu recuerdo”. Nadie entendió. Sólo Margarita Rueda, que, desde su silencio, vio desangrarse al amor de su juventud, mientras la nostalgia le bajaba de los ojos y le salaba los labios.
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