PRÓSPERO Y FORTUNATO

(A propósito del desastre natural que dejó un número todavía indeterminado de muertes, en el estado Vargas, Venezuela, en diciembre de 1999)

    Los conocí en La Guaira, un mediodía del año 99, justo a la hora de más calor. Y aun así vestían camisa manga larga metida por dentro del pantalón, porque, según decía Fortunato, y Próspero suscribía, “nada debe dar motivo para que se pierda la decencia”. Hombres de una urbanidad impecable, que sólo fracasaba en el sucio de la ropa y de los pies, escapados por entre los zapatos rotos. No eran hermanos, pero era evidente que nacieron para andar juntos y quererse. Egresaron de las mismas aceras, tomaron desde niños el mismo ron que los precipitó a una vejez absurda y engañosa. Recogían basura, botaban escombros, eran especialistas en trabajos indeseables, que cumplían en equipo con asombrosa eficiencia. Hasta que el amor llegó a sabotearles la concordia. Se llamaba Emilia. Fortunato, que la amó primero, me mostró una foto probatoria de sus atributos. Era el correlato femenino de ellos dos, igual de descosida, con los rasgos también envilecidos por el alcohol. Tuve que degradarme a una mentira. “Es bella”, le dije. “Y lo peor es que ella lo sabe”, respondió Fortunato, cuarteándose de celos. Próspero tenía la espina de esa misma pasión molestándole en el pecho. Y él también la hizo suya. Un día se fueron a las manos. Fue una pelea fantasmagórica, de agresiones precarias y evasivas inciertas. La borrachera colosal de ambos hacía imposible que se lastimaran. Al cabo, se enredaron en una acometida incompleta y los dos rodaron por la cuesta, hacia el “container” de basura que finalmente los detuvo. Quizá fue ese el momento más doloroso de su cariño inquebrantable. Tanto así, que Fortunato transgredió su propia regla de evitar malas palabras. “No te jodo porque te quiero”, le terminó diciendo a Próspero con los ojos anegados, y antes de que un abrazo profundo los uniera. No volví a saber de ellos, ni de la dama que los hizo desafiarse, hasta que el infausto deslave de aquel diciembre los encontró a los dos, juntos, en medio del lodo, con los ojos hacia el cielo, y seguramente pensando todavía en Emilia.


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