LOS NIÑOS Y EL DARIÉN

   Ninguna persona que aspire a la sensatez sería capaz de negar el drama monumental que jadea detrás de la crisis migratoria en América Latina. Porque el que migra normalmente escapa: del hambre, de la cárcel, de la desesperanza, y eso es lo que nos tiene a millones de haitianos, cubanos y venezolanos desperdigados por el planeta, con un pie afianzado en las lágrimas y el otro suspendido en la incertidumbre, buscando una tierra que no sólo sabemos que nadie nos ha prometido, sino que, además, barruntamos que nos negarán, o que nos cobrarán muchas veces al desaforado precio del abuso. Hasta ahí, digamos que todo es “aceptable”. Pero entonces el asunto llega a desproporcionarse y hay que encender las alarmas. Leí recientemente sobre una mujer que se aventuró a cruzar El Darién y cayó en la cuenta de su error sólo cuando tuvo que presenciar el suicidio de una pareja de haitianos cuyo hijo pequeño acababa de despedazarse en el resbaladero de uno de los abismos que hay en el lugar. El problema no es ansiar el primer mundo a cualquier costo, ni que seas capaz de apostar por el infierno para encontrar el paraíso. El problema es que involucres a los niños en una correría en la que lo menos peligroso son los animales salvajes o el torrente de los ríos. El problema es el derecho humanitario o los gobiernos, que ofrecen escampaderos legales para las caravanas migrantes, pero no hacen nada por impedir que esas criaturas deban guardar la memoria terrible de los moribundos a los que hay que abandonar para no perder el norte, o los recuerdos de las violaciones, o la herida inaudita de quedarse solos para siempre en medio de la nada. En realidad, el problema principal son los padres de esos niños, que, con pleno conocimiento, los llevan a practicar el juego deplorable de la muerte. Nada justifica esa abyección. Está bien: lo primero es que desaparezcan las causas del fenómeno. Pero, por favor: ni un niño más en El Darién.

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