LECHUGA
Lechuga no se molesta porque lo llamen así. Que te caractericen por estar siempre fresco, sin mácula de agotamiento o esfuerzo, no tiene por qué ofender a nadie. Y él tampoco pierde el tiempo desentrañando ironías. Con respecto a su fracaso en la secundaria (en la que sumó ocho años infructuosos), él ha resuelto el asunto con una frase despectiva: “estudiando cualquiera pasa”. Su mamá, luego de muchos días oscilando entre el consejo y el reproche, ha llegado a la conclusión de que será mesero de algún corrientazo: “porque es que yo le hablo y él no me para bolas”, explica la señora. Ciertamente Lechuga ha desarrollado una estupenda habilidad para ser impermeable a toda cantaleta. Él interpreta los sermones de su madre como otra expresión del silencio, y mientras ella enronquece de desesperación, él disfruta la paz de quien contempla un crepúsculo de abril en lontananza. Sólo que ya la doña llegó al límite: “Se me va”, le dice, mostrándole la puerta. “Y cuando me demuestre que está estudiando, trabajando, o sirviendo para algo, mi casa estará abierta para usted”. Más allá del sentimiento que le humedece los ojos por lo que él asume como una injusticia despiadada (“eso no se le hace a un hijo”, piensa), Lechuga está muy claro con respecto a la garrafal equivocación de su madre. “Sí se puede ser feliz sin tanto esfuerzo”, discurre, “es más, sólo se es feliz así”. De modo que, cuando lo echan a la calle, él llega hasta el primer piso del edificio en donde vive (el ánimo no le da para ir más allá), y se acuesta, reflexivo, en un murito que hay frente a las puertas del ascensor. Una viejita, abrumada por el peso de dos bolsas de mercado, le pregunta: “Mi niño, ¿el ascensor trabaja?”. A lo que él, sin pensarlo, responde: “ni trabaja ni estudia”. Y se vuelve para sumergirse en el plan de un atajo que decida su presente y su futuro. Pero tampoco a eso llega, porque se queda dormido (fresco como una lechuga), y en la serenidad espumosa del que no le debe nada a nadie. Ni siquiera a su destino.
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