ISRAEL Y PALESTINA

    No hace falta escudriñar el pasado ni remover honduras para entender que ambas naciones, Israel y Palestina, con sus comidas, sus bailes y sus credos, tienen el derecho y el deber de la existencia. Tampoco hay que ser un genio para advertir que, si no ha sido así, no es por culpa de los pueblos ni de sus dioses, sino de los agitadores de pasiones que de cuando en cuando se consagran como sus líderes. No es necesario ir a la fuente original para constatar que, efectivamente, el más alto propósito de varios actores del conflicto es la destrucción de Israel y el asesinato de todos los judíos. Ellos mismos lo dicen, y, por si hubiera dudas, son capaces de atacar por sorpresa a cientos de adolescentes que cantaban por la paz y cazarlos como a ratas, de quemar casas con las familias adentro, y de prometer una degollina cuyos detalles atroces serían grabados y expuestos en primicia frente a los ojos del mundo. Estos hechos demuestran que, más allá de toda contienda, ahora hablamos de la apuesta directa por una de las expresiones más desaforadas de la infamia, como lo es el genocidio, la muerte del otro como razón de vida. No hay que ostentar ninguna erudición para caer en la cuenta de que los ataques perpetrados por esos grupos (y el discurso que los acompaña) constituyen una bestialidad más digna del Tren de Aragua o el Cartel de Medellín, que de ningún denodado heroísmo nacional. Está muy claro. Se puede (y se debe) expresar de viva voz que no hay razón civil ni religiosa que justifique semejante ignominia. Quien no acepte estas evidencias es, por una razón u otra, parte del coro de quienes acreditan el infierno. Así que, hasta sin ser creyente, lo más racional y lo más lúcido es pedirle a Dios (en cualquiera de sus nombres) que prosiga el canto de los muchachos que se vistieron de música en aras del amor, para que el himno de alegría que les fue silenciado aturda hasta el vértigo a los mentores de la muerte.

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